Inés se pone de pie junto a la cama,
desliza su mano derecha sobre los músculos lumbares y la detiene antes de
llegar a los glúteos. Separa sus piernas a una distancia no mayor a la de sus
hombros. Inhala profundamente y en el soltar del aire inclina medio cuerpo
hacia el frente mientras flexiona las rodillas, que traquean en aquella acción.
Saca sus glúteos hacia atrás, bajando poco a poco hasta tocar el colchón, todo
en un movimiento coordinado y armónico.
En aquella posición Inés dirige su
mirada hacia el espejo del peinador que tiene al frente. Inclina su cabeza
hacia el costado derecho y retira su mano de la espalda, la lleva hasta su
rostro. Recorre en el espejo la imagen reflejada de su cuerpo. Mira sus ojos
verdes cubiertos por la piel derrumbada de sus parpados, cada mancha en su iris
es infinita: como el cosmos. Su dedo índice acaricia una de sus pecas, muestra
del susurro del sol, pero enfoca su mirada hacia el dedo y detalla su piel
rojiza como las arenas, enfoca la uña de un amarillo opaco con grietas. No
observa más, esconde el dedo empuñando la mano y de su nariz brota un aire
frío.
Observa sus labios, dos delgadas
líneas pálidas enmarcadas con arrugas, sonríe, pensando que son como una huella
en la luna: eternas exhibicionistas de un viajar. Desenfoca la mirada de su
rostro y ahora la centra en su postura, es pequeña la imagen que se refleja
pues ya el tiempo le pesa, sobre su espalda encorvada carga los recuerdos de su
historia. Piensa en la muerte y le
pide un plazo más.
Sandy Tatiana Salgado Soto